CAPACIDAD DE ASOMBRO




El Ser humano desde su Divina concepción tiene dentro de sus virtudes o dones proporcionados por El Creador la natural “capacidad de asombro” que sencillamente se reduce a la facultad y posibilidad de visión y admiración, primero, en la detección por nuestros órganos de los sentidos y, segundo, de que lo detectado puede o está fuera de la común. Es entonces la “capacidad de asombro” que como vitalidad para nuestro natural y normal desarrollo, en el entendido del destierro de potenciales sobresaltos que den finalmente al traste con la sanidad física y mental necesarias para el cometido encomendado por Dios nuestro Señor, lo que tenemos que conservar y preservar desde los albores de nuestra vida.

Así, el niño desde su nacimiento no debe privarse de ello y como son los adultos quienes gobiernan en esos momentos su vida, se constituyen en los primeros y únicos responsables de que en ellos perviva aquella innata “capacidad de asombro”.  De forma paulatina y progresiva el niño incursiona en nuestro mundo y el que obviamente será el suyo descubriendo y asimilando, es decir, haciendo suyas, las muchas cosas que nos fue posibilitada por el Creador.  Cómo se entusiasma el recién nacido cuando a su lado escucha el rústico sonajero o cuando sus padres le hacen monerías!  Habrá pasado mucho tiempo de forma irreversible y desperdiciada mucha “capacidad de asombro” si de una vez sus progenitores, contrario a ello, le colocan el equipo de sonido para aturdirlo y le contratan un par de payasos para que le entretengan.  Se habrá perdido demasiado; mucha oportunidad, tal vez irreparables. Es lo que sucede cuando en la contemporaneidad que avanzamos, entre muchísimas otras cosas, los niños son dotados de la última tecnología; cuando sus padres, en gracia de discusión, por no decir siendo conscientes de su comportamiento, están colaborando con el destierro futuro en su hijo de aquella “capacidad de asombro” y de contera con la insanidad mental de nuestra sociedad actual.

La sociedad y en esencia el mundo es una cadena constituida por el entramado de muchos, varios e infinitos eslabones, donde uno de ellos: la sensibilidad, no puede dejar de existir sin que se altere la vida. El ser humano que carece de sensibilidad sencillamente ha perdido su innata propiedad  de sentir, de observar, es decir, su ya plano corazón no se altera con absolutamente nada, con ninguna percepción, en otras palabras, su “capacidad de asombro” dejó de existir. Pareciese ser que la insensibilidad en este mundo contemporáneo se ha vuelto connatural al ser humano, cuando -a título de ejemplo-  la muerte de un semejante y la masacre de otros tantos sencillamente es minimizada y  ocultada por la del día siguiente que los medios de comunicación en su egoísmo que les mueve difunden una y otra vez y con mayor profundidad sin recato ni mesura alguna.

Al abandonar la espiritualidad el hombre dejó de mirar su entorno como el mundo que le cobijaría y por el cual, cual mandado Divino, debió luchar y encaminar sus esfuerzos como su natural designio. Para la comprensión de todo esto debemos apartarnos de la literalidad del significado de “susto o espanto” que regular y alegremente suele proporcionársele al “asombro”; siendo entonces la posibilidad e inteligencia para discernir lo bonito y lo feo, lo estrafalario y lo sencillo, lo bueno y lo malo, de catalogar como admirable o extraordinario un acontecimiento, esa “capacidad de asombro” debe ser el inclaudicable bastión humano.

Aquel niño a quien desde sus albores se le menguó su innata “capacidad de asombro”, es el adolescente que no encuentra recato alguno para no advertir la sustancial  diferencia que la misma naturaleza humana para satisfacer el mandamiento Divino de “creced y multiplicaos” exclusivizó en el hombre y en la mujer; es el joven y el adulto que no encuentra reparo ni obstáculo alguno en empuñar un arma para asesinar a un semejante.  En fin, el motivo por el cual nuestros adolescentes han extraviado el rumbo.

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